Treinta años después de 1989, Occidente aún no está seguro de cómo celebrar el aniversario, ni siquiera de qué acontecimientos debe conmemorar. La victoria de la democracia y la libertad no fue tan inequívoca.
En la actualidad, son muchos los que celebran lo sucedido en 1989. El problema es que en Estados Unidos y Europa occidental se recuerda mal. Es así, en parte, porque están equivocados respecto a lo que sucedió aquel año, o al menos son culpables de simplificar demasiado las cosas.
No hubo una sola historia en 1989; hubo cuatro. Y sus legados llegan hasta nuestros días, 30 años después, cuando la suerte de la democracia liberal en el mundo, incluso dentro de las sociedades occidentales, resulta mucho menos clara de lo que parecía entonces.
El 1989 de Occidente
Lo que ocurrió en Europa del Este entre 1989 y 1990 no iba sobre la caída de un muro: se trataba de una revolución política pacífica a gran escala. Una revolución que sustituyó el Estado autoritario comunista –ese gobierno que trataba como vasallos a sus ciudadanos– por una democracia nacional. En nuestra versión reducida de los hechos, se obvia a los protagonistas de la historia y solo se habla de la caída en sí.
La otra cuestión que percibimos de manera errónea en esta versión de 1989 es que no fue, como afirmaba la Estrategia de Seguridad Nacional de EEUU en 2002, una “victoria decisiva”. Occidente no derrotó al comunismo: resistió ante él, lo eclipsó y lo sobrevivió. El comunismo no fue derrotado por un presidente desde Washington; se desmoronó porque fracasó. El comunismo no fue capaz de proporcionar paz y bienestar a sus ciudadanos.
Ahora que nuestras sociedades occidentales luchan contra la creciente desigualdad y el descontento social, y somos incapaces de abordar los asuntos más apremiantes de nuestro tiempo –como la migración y el cambio climático, entre otros–, haríamos bien en reajustar en nuestra memoria cómo se “ganó” la guerra fría al bloque comunista.
El 1989 de Pekín
Hubo muchas protestas en favor de la democracia en 1989, pero no todas acabaron de manera pacífica. Pocas horas después de la primera vuelta de las primeras elecciones libres en Polonia (y en toda la Europa soviética), los tanques irrumpieron en la plaza de Tiananmen en Pekín para aplastar a los estudiantes allí manifestados. Aquella era su última y mayor concentración, después de meses de protestas masivas que ponían en solfa la legitimidad del Partido Comunista Chino (PCCh). El mundo pudo ver cómo miles de ellos resultaban heridos y al menos varios centenares eran asesinados aquel 4 de junio. Por entonces, las imágenes de los estudiantes enfrentados a los tanques resultaron tan icónicas como las de quienes celebraban en el muro de Berlín. Solo tiempo después se impuso un relato más optimista de 1989, que condicionó las expectativas de Occidente sobre China.
Los responsables políticos occidentales estaban tan enfrascados en la marcha firme de la democracia que anunciaba la Polonia de 1989, que no supieron ver que el Pekín de 1989 había dejado marcas profundas y duraderas. Como señala Gideon Rachman en Financial Times, “fue Tiananmen lo que aseguró el poder del PCCh, confirmando así que la potencia emergente del siglo XXI sería una autocracia, no una democracia”. Además, como afirma el experto en China Janka Oertel, el “shock de Tiananmen” ha definido la manera en que el PCCh se mantiene en el poder desde entonces, al prevenir nuevos desafíos proporcionando prosperidad económica y prohibiendo con firmeza la disidencia pública.
La razón por la que el 1989 de Pekín es tan importante para nuestro mundo es que China triunfó donde debería haber fracasado, y porque ese triunfo fue excepcional. Se creía que las reformas económicas sin reformas políticas eran imposibles. Varios presidentes de EEUU y otros líderes occidentales dieron por sentado que una economía abierta conduciría necesariamente a una sociedad abierta. Como George W. Bush dijo en 2000 sobre la incorporación del gigante asiático a la Organización Mundial del Comercio (OMC), “el comercio con China promoverá la libertad. La libertad no se contiene fácilmente. Una vez permitida una medida de libertad económica, seguirá una medida de libertad política”. Pero resulta que la libertad política no llegó a China. Y ni siquiera la era de la información cambió esto. Al contrario: Pekín cuenta ahora con un imponente Estado-vigilante fortalecido por la Inteligencia Artificial.
Para empeorar las cosas, las reformas económicas tampoco se materializaron. Tras 19 años, la entrada de China en la OMC no ha redundado en una sociedad o una economía más abiertas. En cambio, su economía, que no es de mercado sino conducida por el PCCh, ha prosperado como nadie imaginó. La economía china es hoy tan gigante y exitosa que es más probable que acabe con el sistema antes que ser reformada por él.
Por tanto, el 1989 de Tiananmen ha demostrado ser duradero y exitoso. Mientras la influencia de China en el mundo aumenta, también lo hace el mensaje que deja este otro relato alternativo de protestas.
El 1989 de Internet
En los primeros años de lo que pronto sería conocido como la World Wide Web, el “utopismo tecnológico” –por citar a Karen Kornbluh– en torno a la nueva tecnología se alineaba con el optimismo eufórico sobre una “nueva era” democrática.
Hacia 1989, un nuevo horizonte asomaba para esta red de comunicación digital descentralizada que comenzó, en la década de los sesenta, como un proyecto militar para permitir la comunicación en caso de desastre nuclear. Ese año, el primer acceso telefónico comercial conectó a usuarios particulares con Internet, dando carpetazo a los inicios de Internet primero como red para uso militar y luego académico (Arpanet, precursor militar de la red, fue desmantelado oficialmente en 1990). Allá por 1990, los arquitectos de la política inicial de Internet eran un grupo reducido. Treinta años después, la web y las redes sociales se han erigido como actores capitales en nuestras vidas e, incluso, como hemos aprendido hace bien poco, intervienen en nuestras elecciones y democracias.
Dada su estructura descentralizada, Internet fue visto como una fuerza abierta, democrática, equilibradora del poder. Y en sus primeras décadas se puede decir que así fue. Las personas conectaban directamente entre sí gracias al correo electrónico o los chats, mientras creaban sus propias páginas y blogs.
Pero Internet se volvió más centralizado y capital para nuestras vidas. Cada vez la vida es más online, y esta vida digital está dominada por unas pocas compañías de gran tamaño que controlan la experiencia del usuario. Los algoritmos diseñados para mantenernos enganchados más tiempo determinan lo que vemos en nuestros resultados de búsqueda y en nuestros timelines. Incluso las noticias nos llegan a través de (y filtradas por) dichas plataformas, mientras en paralelo Internet destruye el modelo de negocio del cuarto pilar de la democracia. Por tanto, en vez de la herramienta ciudadana, impulsada de abajo arriba, complemento de los medios tradicionales que prometía el primer Internet, hoy nos enfrentamos a unos medios de comunicación serios en dificultades y a una propaganda masiva impulsada por bots. Como escribe Kornbluh en Foreign Affairs, “propagandistas y extremistas deseosos de ocultar su identidad pagan publicidad segmentada y crean ejércitos de bots en redes sociales para promover contenidos engañosos o directamente falsos, hurtando a los ciudadanos un conocimiento básico de la realidad”.
Los ciudadanos de las democracias no son los únicos para los que Internet ha fallado como una clara fuerza de libertad. En 2011 aún celebrábamos la primavera árabe como una revolución surgida de las redes sociales, heraldo del poder de la tecnología para socavar a los dictadores. Pocos años después, como apunta Laura Rosenberger, investigadora del German Marshall Fund, los poderes autoritarios han aprendido a aprovechar la tecnología “para el control y la manipulación, desarrollando herramientas para restringir, vigilar y moldear de manera insidiosa las opiniones de la ciudadanía mediante el uso de la información y la tecnología, reforzando así su poder”. China, en concreto, ha logrado crear un Internet nacional censurado y plataformas y aplicaciones que permiten al PCCh rastrear las actividades en la red de los usuarios, mediante una vigilancia que, gracias a la IA, puede rastrearlos también fuera de la red. Y Pekín exporta cada vez más a otros países los “sistemas tecno-autoritarios de vigilancia y control” que ha desarrollado y empleado en casa.
Así que, 30 años después de que el Internet moderno comenzase a tomar forma, existe una lucha imprevista sobre su futuro. Lo que hoy podemos vislumbrar es que los futuros prometedores no llegan por decreto: Internet y otras tecnologías solo serán simpáticas a la democracia en la medida en que nosotros las hagamos así.
El 1989 de Yugoslavia
Al contrario que en Europa central, sobre Yugoslavia no existía el yugo soviético, y el comunismo de Tito proporcionó mayores libertades. Aún más, en 1989 las reformas políticas llevaban en curso más de una década. Pero otras fuerzas estaban surgiendo en aquel Estado multinacional. Slobodan Milosevic fue elegido presidente de Serbia en mayo de 1989 y, poco después, pronunció su célebre (e infame) discurso etno-nacionalista bajo el monumento de Gazimestan en Kosovo. Milosevic no estaba solo; de hecho, como apunta Paul Hockenos, “la mayoría de los yugoslavos acogieron con agrado los nuevos espacios e ideas que emanaron de la fachada comunista que se agrietaba, como la libertad de identificarse sin reservas con la propia etnia, ya fuera serbia, croata, musulmana, eslovena, montenegrina, macedonia o albanokosovar”.
Todos sabemos lo que vino después: Eslovenia y Croacia se opusieron al centralismo político de Milosevic y, en 1991, declararon su independencia, lo que originó la primera de una serie de guerras territoriales y conflictos étnicos que se extendieron durante una década, destruyeron Yugoslavia y acabaron con cerca de 130.000 vidas.
El etno-nacionalismo que devino violento en Yugoslavia fue un rasgo más definitivo de aquel 1989 de lo que reconoce nuestro relato simplificador. Branko Milanovic, economista serbo-americano, sostiene que las revoluciones de 1989 deberían ser vistas como “revoluciones de emancipación nacional, el último episodio de largos siglos de lucha por la libertad, y no como revoluciones democráticas per se”. En Polonia, Alemania y Checoslovaquia, durante las revoluciones de 1989 “fue fácil fusionar” nacionalismo y democracia. “Incluso a los nacionalistas más extremos les gustaba emplear el lenguaje de la democracia porque les otorgaba mayor credibilidad internacional, ya que parecían luchar más por un ideal que por intereses étnicos particulares”, añade Milanovic.
En Yugoslavia, el etno-nacionalismo sofocó cualquier indicio de democracia a medida que los acontecimientos se desarrollaron de manera muy distinta a como hicieron los países de Europa central. Como resultado, en nuestro relato de 1989, Yugoslavia era una anomalía, una nota al margen regional. Pero, ya en 2019, la llamada del nacionalismo ha resultado imposible de obviar, desde la Hungría de Víktor Orbán a los seguidores del Brexit que piden la autodeterminación británica, así como a Donald Trump y su America First.
La compleja historia de 1989
La admirable y cautivadora revolución polaca, la caída del Muro, el colapso pacífico del régimen soviético en Europa deberían celebrarse en este 30 aniversario. ¡Cómo no! Pero este relato nunca ha sido el auténtico. Fue, como señala Damir Marusic, editor de The American Interest, “un relato exitoso” que “capturó verdades esenciales sobre el tiempo que buscaba describir. Y como todas las buenas historias bien contadas, elige centrarse en algunas cosas en lugar de en otras”.
En cualquier caso, los hechos que quedaron fuera de nuestro relato original de 1989 también contienen verdades esenciales que nos pueden ayudar a comprender mejor los retos de hoy; por ejemplo, haciéndonos al mismo tiempo más humildes y menos desesperados. La victoria de la democracia y la libertad en 1989 no resultó tan inequívoca y robusta como nuestro relato original nos hizo creer, ni el futuro tan claro. Pero ahora que nos encontramos en un futuro más difícil, no deberíamos sucumbir a las tentaciones del pesimismo cultural, como advierte Thomas Kleine-Brockhoff en su libro Die Welt Braucht den Westen. Al igual que Internet, el mundo no es un lugar en el que florezca la democracia. El tribalismo sigue siendo una fuerza poderosa, incluso en democracias establecidas. Un mercado más libre no tiene por qué conducir a una sociedad más libre; el capitalismo y la tecnología son tan compatibles con el autoritarismo como con la democracia.
Y, sin embargo, la democracia continúa siendo hoy una idea tan poderosa que incluso en China saca a la gente a la calle. Sí, las democracias también pueden fallar si no son eficaces. Pero no están predeterminadas para fracasar. Si queremos que la libertad y la democracia tengan futuro, tendremos que trabajar para asegurarnos de que las nuevas tecnologías reflejen y apoyen esos valores. También tendremos que trabajar para sostener la libertad y la democracia dentro de nuestras propias sociedades. Porque como deberíamos haber aprendido de la Polonia de 1989, un futuro mejor es posible, pero no es fácil ni está garantizado.